martes, 22 de marzo de 2016

EXPLOTADAS POR LA MODA EN SU PROPIA CASA

Durante 18 años Cecilia Campos adecentaba su casa en el raquítimo limbo temporal que le quedaba entre puntada y puntada. De tanto entornar los ojos perdió visión. Se ha pasado toda una mayoría de edad ejercitando hasta el extremo los músculos de la retina. En este tiempo su vida ha sido un eterno día de la marmota: el alba entre dedales daba paso a un crepúsculo de ojos cansados y dedos afilados. El intercambio se producía cada ocho días, cuando Cecilia recibía un salario que estiraba al máximo para poder comer tres días. Su patrón, decenas de prendas bordadas a mano.
Cecilia es una de las casi 400 trabajadoras a domicilio -homeworkers- que hay enEl Salvador, un país que pocos ubicarían en el mapa de la explotación textil, liderado por China o India pero que también está representado en esta geografía del abuso. Estas homeworkers son costureras caseras que, en lugar de trabajar en grandes fábricas, lo hacen en sus hogares. Allí cosen hasta 18 horas al día, sin ningún tipo de cobertura social y, además, al margen de las leyes laborales, sin protección.
Wiego, una organización que se dedica a defender los derechos de estos trabajadores, contabiliza más de 12 millones de homeworkers en India y unos 30 millones en China, aunque también abundan en Filipinas, Pakistán, Bolivia o Indonesia. Según esta asociación, estas trabajadoras fantasma cobran aún menos que si estuvieran empleadas en fábricas. La mayoría son mujeres con escasos recursos y que a la vez trabajan en casa y cuidan a sus familias.
Ellas son las protagonistas de la «economía informal» que se desarrolla en estas mazmorras del mundo globalizado, en las casas de las sociedades pobres. Cuantificar el número de homeworkers es complicado: «No están inscritas en ninguna base de datos de empleo», explica Eva Kreisler, de la ONG Setem. «No tienen ningún vínculo claro con el cliente, ni prestación. Son invisibles. Si a las que trabajan dentro de las fábricas chinas ya les cuesta organizarse en un sindicato para reclamar sus derechos, para estas mujeres es imposible».
La salvadoreña Cecilia cuenta que se levantaba a las tres de la mañana y podía estar cosiendo hasta las 23.00. En las pausas que le daba la aguja hacía las labores del hogar o cuidaba a los niños. «Nosotras decidimos cuántas piezas podemos hacer. Yo al principio hacía entre 20 y 25 para cobrar más, pero después reduje la cifra a entre 10 y 15», relata a PAPEL.
Estas homeworkers son el último eslabón de la cadena de producción. Según explica Kreisler, las grandes empresas del textil contratan a las fábricas para que les confeccionen la ropa y son estas últimas las que, a su vez, si ven que no llegan a cumplir el pedido, encargan las piezas a estas mujeres para que las hagan en sus casas.


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